El parque estaba vacío. Era medianoche.
Las puertas quedaban cerradas.
Se abrieron con la simple caricia del viento.
Caminando comprendí que en un camino, además de haber piedras, ramas, cuevas, hojas etc a veces hay puertas cerradas.
Puertas que, a día de hoy aunque de lejos parezcan grandes e irrompibles, de cerca y perdiendo el miedo a ellas, pueden abrirse con un simple gesto. Con voluntad.
E igualmente entendí que no siempre tendría la fortuna de encontrar puertas que se abrieran con facilidad.
Unas costará mucho abrirlas y otras jamás se podrán abrir por haber llegado demasiado tarde.
Y seguí caminando, y en el camino encontré una puerta con un candado. Un candado del estilo de los de las motos, lo cual permitía la apertura de puertas suficiente como para poder pasar entre ellas, por lo tanto pude salir.
En el camino recorrido de una puerta a otra, encontré unas cuantas farolas. Todas a primera vista lucían, cumpliendo así su función. Pero entre ellas encontré una especial, una que no era como el resto. Esa farola parpadeaba; se encendía y apagaba en intervalos de décimas de segundo.
Pese a que desconozco el tiempo estimado de vida para la bombila de una farola, comprendí que yo era esa farola. Ésta a veces iluminaba, dotando todo su alrededor de luz y a veces no cumplía su función dejando oscuro todo lo que le rodeaba.
Evidentemente las farolas no hablan, no lo necesitan. Simplemente o valen para el camino o no valen para nada.
Pero si una farola hablara, sintiera, luchara o viviera, ¿qué es lo que la farola querría hacer?
¿Qué quiere un árbol, dar oxígeno o por el contrario ocupar espacio como un mero adorno más?
Y una farola, ¿querría iluminar el camino para los que perdidos se hallan en la noche, o por el contrario querría oscurecer más aún su corazón?
Como dato añadiré que al acercarme a ella, la farola dejó de parpadear para encenderse definitivamente.
La farola alumbró, por muchos parpadeos previos que tuviera.
La farola alumbró, cuando el caminante y el camino necesitaron ser alumbrados.
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